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Los “Dueños” del monte
Homero Carvalho Oliva
Mucho se ha escrito acerca del conflicto suscitado por la carretera que atravesará el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), la mayoría desde el punto de vista de los derechos ancestrales y constitucionales de los pueblos indígenas sobre la naturaleza y otros, simplemente, como un pretexto de la oposición, para mostrar el doble discurso del gobierno sobre la otrora publicitada protección de la Madre Tierra.
Existe, sin embargo, un elemento que va más allá de lo planteado hasta hoy y es el de la espiritualidad animista que poseen las naciones amazónicas de Bolivia. En su mundo religioso existen divinidades protectoras de toda la naturaleza en su conjunto, algunas de carácter benéficas y otras maléficas.
Los pueblos amazónicos creen que todos los lugares de la naturaleza: los montes, los ríos, las lagunas, los curichis, y los animales, así como las aves, poseen “Dueños”, genios tutelares, que los protegen, a los hay que pedir permiso para derribar árboles, cazar o pescar. Los “Dueños” forman parte tanto del simbolismo como de la espiritualidad de estos pueblos. En la cosmovisión de los pobladores del Oriente boliviano se habla con exaltada reverencia del “Dueño del monte” o del “Dueño de la laguna”.
Así tenemos al Jichi, deidad del agua, que tiene el encargo divino de cuidar que las lagunas no se sequen y proteger a los peces. Si alguien lo mata, la laguna se seca inmediatamente como por arte de magia, dejando una mortandad de peces en el piso todavía húmedo. El Jichi es un ser sobrenatural esencial en la cosmovisión animista de los pueblos orientales de Bolivia. Por ejemplo, cerca del pueblo de San Ignacio de Mojos está la laguna Isireri llena de peces y caimanes. La leyenda cuenta que antes era un yomomo, un pantano, y que una tarde un niño de nombre Isireri se ahogó en ella transformándose en el Jichi, en el genio protector del lugar, y que los pobladores vieron como el pantano se transformó en una hermosa laguna y en honor del niño la bautizaron con su nombre.
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Entre las deidades maléficas tenemos al Jerere que, cuando un cazador descreído, inocente en su osadía, no ha pedido permiso al Dueño de los animales y del lugar, para cazar por placer sin necesidad alguna, corre el riesgo de ser sometido a la inapelable sentencia de muerte de parte del Jerere, un ser maligno que se les presenta como una bestia feroz con colmillos largos y grandes garras.
En los espacios míticos donde los pueblos desarrollan sus historias cosmogónicas, en este organismo mitográfico, la palabra posee personalidad propia, poder espiritual y mágico, sirve para encantar, para hechizar, para curar, para propiciar y para maldecir a los seres humanos y animales. Nunca tenemos que olvidar a nuestros seres sobrenaturales y mágicos, porque cuando el último de ellos desaparezca nuestra sensibilidad espiritual, nuestra humanidad, se habrá ido con ellos. Además de las razones constitucionales y a los derechos de los pueblos indígenas sobre sus territorios, esta es otra razón por la que no se debe permitir esa carretera, porque acabará con la naturaleza y la magia que ella encierra.
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